Cita con los maestros

Historias de Amor

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Alicia Valverde

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jueves, 11 de diciembre de 2014

Cita en el altar










Esa noche sería especial. Así lo habían soñado.

Después de algún tiempo de compartir momentos que llenaron el corazón y el alma, habían tomado la decisión de unir sus vidas y, esa noche sellarían el pacto, jurarían ante un altar vivir para siempre y no dejarse jamás.

16 meses atrás, una tarde cualquiera, que para ellos no lo fue, sus ojos se encontraron en medio de una multitud. Algunos dirían que fue el destino, otros que fue la voluntad del Dios en los que muchos creen y otros atribuirían al azar el que a partir de ese momento sería el cambio en sus vidas.

En una calle abarrotada y a la espera del cambio de la luz del semáforo, sus ojos se estrellaron y una sonrisa se dibujó en ambos rostros. Él la había visto justo antes al otro lado. Ella, que esperaba con impaciencia cruzar la vía, se encontró con su mirada y le correspondió el tímido saludo.

Cuando se dio el paso, mientras caminaba cada uno en su sentido, mantuvieron la mirada fija y permanecía la sonrisa dibujada en el rostro. Al terminar de cruzar la calle voltearon a mirarse cada uno dándose un tiempo, pero ya se habían perdido entre la multitud.

A lo largo de la tarde y ya entrada la noche recordaban sus rostros, sus sonrisas pero sobre todo sus ojos. Gabriel, ojos miel. Laura, ojos azules profundo. No había sido una mirada cualquiera, por eso se cuestionaban si acaso la vida les permitiría volverse a encontrar y asumieron un reto personal.

Al día siguiente estuvieron a la misma hora, en la misma calle y allí estaban. Casi petrificados volvieron a mirarse, afanaban inconscientemente el cambio de luz del semáforo, unas cuantas mariposas causaban estragos en su interior. Él la esperó al otro lado de la calle, el mundo se le detuvo.

Finalmente, la vio caminar, fueron pasos eternos por la ansiedad, el rostro era el mismo que había quedado grabado en su mente. Le repitió el tímido saludo del día anterior que fue respondido amablemente. Ya frente a frente intercambiaron sus nombres y caminaron hacia una cafetería cerca.

Era un pequeño lugar con muy pocas mesas, pero agradable. En las paredes tres grandes fotos con énfasis en la producción cafetera del país. Mulas con bultos de café, campesinos en proceso de secado del grano y una familia entera de aquella región. Pidieron capuchino acompañado de una galleta de cereal.

Gabriel era un empleado en una empresa dedicada a la venta de servicios de telefonía móvil; Laura era recepcionista de una multinacional petrolera. El bordeaba los 30 años y ella los 25. Se contaron parte de sus vidas y se prometieron volver a ver, ya no en la rutina de las tardes cruzando una calle, sino una vez acabaran sus jornadas de trabajo.

Así nació la historia de quienes a partir de esa segunda tarde vivieron buenos y malos momentos. Visitaban con cierta frecuencia las salas de cine de la ciudad, procuraban estar al día en la cartera. Disfrutaban de algunas obras de teatro, especialmente, las temporadas en aquel lugar que alguna vez hizo parte de una iglesia católica y que fue acondicionado para atraer público con historias modernas. También dedicaban un buen espacio a recorrer los restaurantes de moda, incluso los que estaban ubicados en las afueras de la ciudad.

Los malos momentos corrieron por cuenta de divergencias que, algún día calificaron como tonterías: se cruzaban en horarios de trabajo y alguno de los dos llegaba a destiempo a una cita; el teléfono no era contestado en el momento; el vestido no era el adecuado para el evento previsto; cosas mínimas que los hacia discutir. Discusiones que al final los hacía sufrir, que convertían las noches en horas eternas, pero a la mañana siguiente olvidaban lo sucedido y se volvían a mirar a los ojos con la misma pasión de la primera tarde.

Se saludaban con un beso en los labios y una caricia. Se tomaban de la mano con el mismo amor, con el mismo cariño del primer día que se hicieron novios. Así recorrían las calles de la ciudad, se dejaban llevar del amor sentido. Ese mismo amor que llevó a Gabriel a pedirle que compartiera a su lado hasta el final de sus días.

Fue una noche de julio. La invitó a pasar unos días en Cartagena, la ciudad ajena que quiso como suya. Por razones de su trabajo la visitó algunas veces y cada vez le pareció más llena de magia que lo llenaba de buenos recuerdos. Le gustaba observar los modernos edificios que bordean el mar apenas separados por una calle que atraviesa la ciudad, los hoteles lujosos que se erigían cada vez con más frecuencia, pero sobre todo disfrutaba como extasiado la ciudad amurallada llena de un colorido sin igual, las calles estrechas, la arquitectura única y las esquinas llenas de historia.

El balcón de una vieja casona adornado con rosas rojas e iluminado por la luna llena fue el escenario escogido para pedirle que se hicieran uno, que compartieran el resto de vida juntos en el calor de un hogar con la promesa de hacer lo posible por ser feliz y hacerla feliz. La miró a los ojos y recordó la primera vez que la vio al otro lado de la calle. Vino a su mente la primera sonrisa y el primer saludo tímido que dieron inicio a su historia.

Cruzaron raudos estos recuerdos por su mente, mientras esperaba con ansiedad la respuesta. Laura, mientras tanto, llenaba también su cabeza de buenos recuerdos, hizo un repaso por los momentos compartidos y entendió que habían sido uno durante esos meses juntos. La respuesta afirmativa estuvo acompañada de unas cuantas lágrimas y se fusionaron en un abrazo que no querían terminar. Esa noche se juraron amor eterno que sería confirmado el siguiente mes de diciembre, 16 meses después de haberse cruzado en aquella calle de Bogotá.

Los siguientes cinco meses transcurrieron frenéticamente, el tiempo pasaba entre el trabajo y los planes de futuro, pasaban horas enteras haciendo listas interminables de las cosas que necesitarían el día de la boda, los invitados, los regalos. También discutían ampliamente sobre el apartamento donde vivirían, si era suficiente una o dos habitaciones, los muebles y los accesorios. Toda discusión terminaba cuando llegaban al punto que más tiempo y espacio les demandaba. Siempre soñaron con ser padres.

El tiempo parecía detenerse en este punto. Ella, casi de manera instintiva, se recostaba en las piernas de Gabriel, Él, la acariciaba, le daba un beso en los labios y reiniciaban la amable discusión. Habían decidido que serían dos hijos, que comenzarían a buscar solo meses después de dar el sí en el altar. Se dejaban llevar por un listado de nombres. Los imaginaban nacer, crecer y correr en cualquier parque de la ciudad. Todo hacia parte de ese tiempo que le dedicaban a planear su futuro como familia.

Siguieron las noches de cine, de teatro, de visita a los restaurantes de moda, así como los días de trabajo y de rutinas que superaban con algo novedoso que los acercaba más a la plenitud. Se juraban amor eterno sin temor. Todo estaba enmarcado en la perfección normal de un futuro planeado.

La fecha prevista de diciembre había llegado. Esa noche en un altar se jurarían amor eterno. Los planes se habían venido cumpliendo casi milimétricamente, salvo el de aquel sueño de un hijo porque, sin pensarlo, ya había comenzado a crecer dentro de Laura. Ella había guardado el secreto que sería develado esa misma noche después de dar el si.

Gabriel salió en la madrugada con destino a su casa después de compartir con sus amigos de infancia la ultima noche de soltero. Su carro, que había comprado meses atrás, fue embestido por una camioneta conducida por un conductor ebrio. Un par de horas después, las autoridades confirmaron la identidad plena de quien esa noche tenia previsto jurarle amor eterno a la mujer que conoció 16 meses antes y a quien no le pudo cumplir la cita en el altar. Tampoco pudo conocer a la extensión de su vida.




Autor: Javier Contreras.

Síguelo en Twitter: @jcontrerasa